CUANDO LA FE SE DESLIZA POR EL ATAJO POLÍTICO




CUANDO LA FE SE DESLIZA POR EL ATAJO POLÍTICO

Cuando la fe se desliza por el atajo de la política partidista, rara vez llega a un punto de realización auspicioso. La fe responde a un entusiasmo que es alentado por una vitalidad supratemporal. Ella está basada en certezas que sobrepujan los presupuestos con que nos manejamos ordinariamente.

Los entusiasmos que alientan la política, por necesidad, son más racionales, más calculables, más pragmáticos y se manejan en el marco de posibilidades medibles, aunque a fin de cuentas no sean más ciertos y confiables que los que se manejan desde la fe. Fe y política no parten de criterios similares, y cada vez que un grupo, una época o una nación ha confundido, sin el discernimiento debido estos criterios, el resultado ha sido lamentable, tanto para la fe como para la política.

Fe y política no son dos dimensiones excluyentes, antagónicas, pendularmente distantes y radicalmente extremas. Los énfasis que procuran la separación con posiciones que desconocen todo punto de convergencia entre ambas, también han resultado perjudiciales.

 La política y la fe pueden convivir, necesitan convivir. Para esto se necesitan hombres y mujeres que sepan vivir su fe y comprender la política y políticos que entiendan que la fe es una dimensión insoslayable de la vida que enriquece y le da sentido a la política.

El problema entre la fe y la política surge cuando una quiere ignorar a la otra, o cuando una quiere sobreponerse a la otra. Grave es también cuando ambas se confunden en una suerte de solución donde no hay criterio entendible que permita un discernimiento sano y favorable que establezca diferencias.

Cuando la fe, con todo lo que implica, quiere hacer de la política el marco exclusivo de su realización, no hay dudas que comienzan a surgir problemas. Lo mismo sucede cuando la política quiere aprovechar para su beneficio las ventajas numéricas y el posicionamiento moral o ideológico de la fe.

 La política y la fe son dos dimensiones de la realidad humana que requieren de un especial discernimiento para que ambas se potencien en virtud de sus aportes para mejorar la vida humana en sentido esencial.

Hemos hablado en sentido general y amplio. ¿De qué fe hablamos? ¿De qué política hablamos? Nos referirnos a las iglesias cristianas y a la democracia partidista que practicamos en muchos países de estas latitudes. Podemos hablar concretamente de iglesias y partidos. Todo dentro de la ruta especifica de la búsqueda y el uso del poder.

Cuando la fe se desliza por el atajo de la política partidista, las concepciones fundamentales de la iglesia se vuelven ideología, se estrechan, se instrumentalizan y se ponen al servicio de un fin particular; sin embargo, el religioso atrapado en afanes partidarios asume este reduccionismo como una verdad global y definitiva, suprema e indisputable.

 Es aquí donde se verifica la crisis de la fe que se va por el atajo de la política. El religioso se hace militante político porque desde la religión él se lanza a salvar la política. Lo que regularmente sucede es que él se hunde en las fauces de la política y se queda sin religión, se queda sin fe.

No es el mismo caso cuando se toman principios de la fe para juzgar la política desde el punto de vista pastoral y profético, para orientarla, si se quiere. De esta manera el valor supremo y absoluto de los principios de la fe no se relativizan.

 Así las cosas, desde la fe se juzga y se orienta la política. La política es una dimensión insoslayable de la vida, pero no es su instancia última y definitiva, aunque esté siempre presente la tentación de considerarla como tal.

Desde la iglesia buscamos una visualización completa de la vida, desde el partido nos proponemos participar de una parte de la realidad política, tenemos una territorialidad definida, tenemos un alcance limitado y hasta discriminatorio que no lo podemos tener desde la iglesia, a menos que distorsionemos su misión y violentemos el propósito de Jesucristo, su fundador.

El partido puede clasificar y discriminar entre sus seguidores, incluso puede asumir el ataque de quienes no comparten sus propuestas; la iglesia no. La iglesia está llamada a ser inclusiva y a sobreponerse a toda discriminación, a todo tipo de exclusión, y su misión es la reconciliación de las partes para ponerlas en perspectiva de la construcción del Reino de Dios donde todos tienen espacio.

Lo saludable es que cristianos, hombres y mujeres competentes, con vocación probada en las actividades políticas y que entiendan con propiedad cual es la misión de la iglesia, participen de manera directa en el accionar democrático partidario.

 Me refiero a personas que puedan juzgar desde su fe las limitaciones de la política, que reconozcan los bordes relativos y frágiles de este ejercicio, pero que al mismo tiempo sean capaces de diseñar propuestas inclusivas, abiertas y plurales dirigidas al universo de votantes y basadas sobre los valores esenciales que definen la vida.

 Me refiero a propuestas políticas que por su atractivo y calidad logren también el aprecio y el favor de los creyentes. Todo desde una perspectiva clara donde el activismo político no entorpezca la misión de la iglesia, ni permita ningún reduccionismo ideológico o asomo de confusión o conflicto que limite o menoscabe su autoridad pastoral y profética.

 La iglesia no es un partido, como tampoco los partidos pueden ser convertidos en iglesia. Incluso, la participación política desde el litoral de la fe debe tomar cuidado de algunos acercamientos impropios entre iglesia y partidos que distraen la adoración y tienden a confundir la lealtad entre César y el Señor Jesucristo.

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